La vida de James Joyce está llena de curiosidades. Los excesos y el desorden formaban parte de ella como una entidad propia desde el desayuno hasta el resopón pasando por la mañana, la tarde, la noche y el amanecer, y así sucesivamente día tras día. Es cierto que Joyce no llegaba a beberse las cinco o seis botellas de vino al día que se empapaba Francis Bacon y mucho menos la docena que asegura poder meterse entre pecho y espalda Gerard Depardieu pero aún así el de Dublín estaba prácticamente todo el día borracho. Por supuesto que no es el único genio que tenía en el alcohol a su mejor amante: las borrracheras de Hemingway fueron memorables, Touluse-Lautrec se bebía “su tamaño” en licor prácticamente todos los días y también fue el alcohol el telón de fondo de la (extraña) muerte de Edgar Allan Poe, quien justo antes de su boda fue encontrado en la puerta de un bar, desaliñado y hasta las orejas y poseído por un delirium tremens del que ya no saldría jamás. Según decían, acababa de volverse abstemio.
En el caso de Joyce nos "tememos" que su bebida favorita fuera la cerveza negra o el whisky, tanto por su ascendencia irlandesa como por el ejemplo paterno, John Stanislaus Joyce, vendedor de licores y gerente de un garito pintoresco y suponemos mugriento situado cerca de la casa familiar. Imaginamos a Joyce, recién llegada la edad adulta y borracho también de literatura en el París de 1903, tras haber pasado su adolescencia bebiendo letras en el Barrio Rojo de su ciudad, dispuesto a estudiar medicina. La aventura le duró poco porque en 1904 su familia se arruinó y tuvo que volver a Dublín temporalmente, pero ese año fue bien aprovechado por el escritor. Allí entró en contacto con John Millington Synge antes de que su obra “El playboy del mundo occidental” (estrenada en 1907) le llevara a ser odiado por sus conciudadanos por considerar que iba en contra del nacionalismo irlandés ( en realidad, iba en contra de todos los nacionalismos). Joyce no lo sabía a él le ocurriría prácticamente lo mismo algún tiempo después: durante años la mención de su nombre en su tierra natal era sinónimo de provocación hasta que, finalmente, se convirtió en todo un referente cultural a nivel mundial al estilo de Goethe o Beethoven. El motivo de ese “desencuentro” entre los irlandeses y el escritor era su vida licenciosa, sus pensamientos también licenciosos para la moral católica imperante y que Joyce vivió desde su infancia y, en definitiva, su forma de pensar, ver y escribir el mundo e Irlanda.
El reconocimiento de Joyce, ese que le llegó en vida pero años después, se debe en gran parte a “Ulysses”, la obra más conocida y reconocida del escritor. Una obra maestra, dicen. Joyce tardó dieciséis años en escribirla desde que se gestó en su cabeza hasta que se publicó, tiempo durante el cual además de estar borracho el de Dublín se arruinó varias veces, sufrió ocho dolencias que a punto estuvieron de llevárselo al otro barrio, perdió un ojo, se cambió de domicilio una veintena de veces, tuvo dos hijos y cientos de relaciones con prostitutas y maldijo la tierra que le había visto nacer y que no le vería morir . Lo dicho, que “Ulysses” parece un compendio de desórdenes y sueños etílicos.
El loco del parche negro
Pero volvamos al París de 1903, cuando Joyce conoció a Synge, quien estaba a punto de volver a Londres. Joyce acababa tenía 21 años y había huido de su familia y de su país por primera vez, una costumbre, la de huir de los suyos, que mantendría durante toda su vida. Poca anatomía estudió de las páginas: parecía que aquella ciudad de principios del siglo XX sólo podía ofrecerle literatura y mujeres, otra costumbre, la de frecuentar a cuantas más mejor, que también le acompañó hasta el final de sus días. A pesar de eso únicamente se casó una vez y fue con Nora Barnacle (abajo en la imagen), madre de sus dos hijos y a la que se unió en 1904. Lo suyo era una unión liberal (no se formalizó como matrimonio legal hasta 1929) un tanto extraña o, mejor dicho, todo lo extraña que es una relación fuera de todo tipo de convenciones de la época. Entre ellos había infidelidad y una disparidad de gustos e intereses tan elevada que sólo su pasión parecía paliar tal y como demuestran las cartas eróticas que se intercambiaban. La situación, ya complicada por el difícil carácter del escritor, empeoraba por su alcoholismo y se acentuaban más si cabe por las penurias económicas que vivía la pareja, que en aquellos tiempos dormía junto con uno hermano de Joyce en una habitación que pagaban al día y que se subvencionaba, también al día, con las clases de literatura de escritor irlandés. Entre la pareja había ataques violentos de celos, había peleas y había una profunda obsesión insana que rozaba la perversión. Tras dos años de relación Joyce abandonó a su esposa y a su hijo George en Trieste y se marchó a Roma. En los escasos momentos lúcidos de los que disfrutó en aquellos días (lo encontraron varias veces completamente borracho tirado en medio de la calle) planeó dar forma a una nueva novela, la historia de un judío dublinés un día cualquiera. En este empeño escribió una carta a su tía para que le enviara planos de Dublín y diarios para poder ambientarse mejor. Era el año 1906, Joyce tenía 24 años y acababa de empezar a escribir su obra más famosa. O por lo menos a pensarla en su mente. Al año siguiente, en 1907, nació en un hospicio italiano su hija Lucía que se convertiría, al igual que Nora, en la gran musa de Joyce.
Aunque en el terreno amoroso James Joyce tuvo distintas amantes y se enamoró varias veces lo cierto es que las mujeres de su familia (su mujer y su hija) causaban en él una especie de obsesión que le llevó a reflejarlas en los personajes femeninos de sus obras. A los desencuentros constantes con Nora se oponía la sintonía completa que parecía vivir con hija, diagnosticada de esquizofrenia desde los 22 años. Todo en la vida de Joyce tiene una nota anecdótica, algo que lo hace especial e irremediablemente atractivo. De su hija podríamos contar multitud de cosas (en este enlace tenéis algunas notas biográficas sobre ella) pero su nacimiento ya nos demuestra la visión del mundo que tenía Joyce: le llamó Lucía porque estaba obsesionado con las enfermedades y especialmente con quedarse ciego, y por eso puso a su hija el nombre de la patrona de la vista. La vista, de hecho, fue la responsable de muchos de los problemas de salud del escritor irlandés. Según un estudio publicado por el “British Medical Journal” en diciembre de 2011 Joyce “padeció un síndrome de Reiter -caracterizado por la triada de uretritis, artritis y uveítis-, tras una infección venérea que contrajo en su juventud, cuando de estudiante frecuentaba con sus amigos el barrio rojo de Dublín. Años después, durante el verano de 1907, pasó una noche durmiendo al lado de una alcantarilla, tras una borrachera, y tuvo que ser hospitalizado con un diagnóstico de fiebre reumática. Tras estos episodios, se desencadenó su primer ataque de iritis (inflamación de los tejidos que sostienen el iris) en el ojo izquierdo y, a partir de ahí, su visión fue en picado”. Según esta fuente Joyce escribió su obra maestra prácticamente ciego.
Antes de que se publicara su gran obra en 1922 Joyce ya había perdido su ojo izquierdo por culpa de un glaucoma mientras huía a Zurich durante la I Guerra Mundial. Después el escritor se instaló en Londres y se centró en terminar su “Ulysses”. Era el año 1917 y la novela estaba muy avanzada así que ofreció a la revista londinense “The Egoist” la publicación de la obra por entregas. La empresa de publicar la novela completa no era fácil por la extensión y por las tipografías que necesitaba e incluso el matrimonio formado por Leonard y Virginia Woolf declinaron convertirse en editores de la misma. A partir de 1920 el nombre de Joyce comenzó a ser más conocido. El escritor se instaló de nuevo en París y comenzó a publicar cuentos e historias cortas en distintos medios. En 1922, cuando Joyce tenía 40 años, se publicó “Ulysses”, una obra que cambió desde el principio el curso de la historia de la literatura. Cinco años después, en 1927, un entonces jovencísimo Samuel Beckett entró en la vida de los Joyce causando estragos. En aquella época comenzaron a manifestarse, casualmente, los problemas de salud mental de Lucía Joyce que la llevaron a ingresar primero intermitente y después permanentemente en una institución para enfermos mentales. Este hecho y que Nora nunca visitara a su hija sumió a Joyce en un estado depresivo que le empujó una vez más a la bebida y del que no salió jamás. De esta relación casi enfermiza entre padre e hija nació otra curiosa obra, “Finnegans Wake”, que se publicó en 1939. A finales de 1940 James Joyce volvió a Zurich huyendo, en este caso, de la II Guerra Mundial. Veintisiete días después de su huida, el 13 de enero de 1941, murió dejando como legado una de las mayores obras de la literatura universal.
Antes de que se publicara su gran obra en 1922 Joyce ya había perdido su ojo izquierdo por culpa de un glaucoma mientras huía a Zurich durante la I Guerra Mundial. Después el escritor se instaló en Londres y se centró en terminar su “Ulysses”. Era el año 1917 y la novela estaba muy avanzada así que ofreció a la revista londinense “The Egoist” la publicación de la obra por entregas. La empresa de publicar la novela completa no era fácil por la extensión y por las tipografías que necesitaba e incluso el matrimonio formado por Leonard y Virginia Woolf declinaron convertirse en editores de la misma. A partir de 1920 el nombre de Joyce comenzó a ser más conocido. El escritor se instaló de nuevo en París y comenzó a publicar cuentos e historias cortas en distintos medios. En 1922, cuando Joyce tenía 40 años, se publicó “Ulysses”, una obra que cambió desde el principio el curso de la historia de la literatura. Cinco años después, en 1927, un entonces jovencísimo Samuel Beckett entró en la vida de los Joyce causando estragos. En aquella época comenzaron a manifestarse, casualmente, los problemas de salud mental de Lucía Joyce que la llevaron a ingresar primero intermitente y después permanentemente en una institución para enfermos mentales. Este hecho y que Nora nunca visitara a su hija sumió a Joyce en un estado depresivo que le empujó una vez más a la bebida y del que no salió jamás. De esta relación casi enfermiza entre padre e hija nació otra curiosa obra, “Finnegans Wake”, que se publicó en 1939. A finales de 1940 James Joyce volvió a Zurich huyendo, en este caso, de la II Guerra Mundial. Veintisiete días después de su huida, el 13 de enero de 1941, murió dejando como legado una de las mayores obras de la literatura universal.
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