Mucho se ha hablado de la relación casi simbiótica que mantenían Henri de Touluse-Lautrec y el Moulin Rouge de París. El matrimonio entre local y artista era casi perfecto: cualquiera de sus mesas se convirtió en el mejor estudio de Lautrec, que hizo de él su bar preferido y un punto de inspiración clave en su obra; por otra parte, el local se benefició de la presencia este hombre de aspecto grotesco que era toda una celebridad y un innegable atractivo de la noche parisina. Los carteles del Moulin Rouge pintados por Lautrec concedieron a ambos, artistas y local, la inmortalidad.
Si alguien se pregunta que tenía el Mouling Rouge que no tuviera ningún otro local, la respuesta es: chicas, alcohol y desinhibición. Situado a los pies de Montmatre, este lugar tenía todo lo que un hombre como Touluse Lautrec podía necesitar. Lautrec era una persona de espíritu inquieto, siempre aburrido y que necesitaba continuamente distintas formas de experimentación. Estaba ávido de nueva gente con la que conversar, de nuevas mujeres con las que poder acostarse y de nuevas situaciones que poder pintar. Lautrec representaba lo obsceno, lo grotesco, lo bohemio y lo decadente de la sociedad parisina (especialmente de las clases más bajas) de finales del siglo XIX. Y aquel local, también.
Lautrec había nacido en una familia de la alta nobleza francesa. Sus padres eran primos carnales y debido a esta consanguineidad heredó una enfermedad que impidió que sus huesos crecieran con normalidad: conservó un torso normal pero sus piernas dejaron de desarrollarse cuando tenía 11 años. Esta incapacidad hizo que en su niñez dedicara muchas horas a la pintura, pues no podía participar con normalidad en las actividades en el campo propias de la nobleza de la época.
En alguna ocasión manifestó lo paradójico que era el hecho de que si hubiera tenido unas piernas más largas jamás hubiera pintado. Arriba, dos imágenes, a los doce años, cuando su debilidad ósea se hizo más evidente y a la derecha adolescente, ya formándose como pintor en París.
También es paradójico que fuera su mismo padre, el conde Alphonse de Toulouse-Lautrec-Montfa, el mismo del que había "heredado" sus extravagancias, el que vendiera la herencia de su hijo por considerar que la pintura y la vida nocturna parisina manchaban el apellido de su familia. Algunas crónicas cuentan que Alphonse era hombre extremadamente excéntrico,aficionado al alcohol y al travestismo. Henri heredó de él el gusto por los disfraces (era nomal verlo disfrazado, tanto de hombre como de mujer), por el alcohol (era "adicto" a la absenta) y por lo excéntrico.
De hecho, Lautrec hizo de lo feo su mejor inspiración, estaba enamorado de la fealdad y de la reacción que ésta provocaba en los demás, igual que él mismo, igual que su propio ser. Sin embargo, la fealdad que retrata Lautrec no es desagradable. Al contrario, representa lo grotesco y lo humano a partes iguales.
Al contrario que muchos artistas contemporáneos suyos, la obra Touluse-Lautrec sí que fue reconocida en vida. Lo más llamativo, sus carteles. El primero de ellos fue un encargo para promocionar uno de los primeros espectáculos de la sala. Lautrec retrató en en este cartel a los dos princpales bailarines del espectáculo: Louise Weber, conocida como La Goulue por su glotonería, y Jacques Renaudin, comerciante de vinos durante el día y bailarín nocturno apodado Valentin le Désossé. A partir de aquel momento, cada cartel, cada boceto dibujado entre copas y cada conversación de Lautrec, se convertía en todo un "espectáculo".
Lo publiqué por primera vez en VULTURE. Allí encontrarás el artículo completo con imágenes y vídeos.
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