[una carta de amor (a) cualquiera aunque la chica se llame Ofelia



Querida Ofelia: Creo que ya ha llegado el momento de solucionar nuestros asuntos pendientes. Es cierto que durante todo este tiempo no he sido capaz de despejar mis dudas, tal y como tu, siempre sabia, pronosticaste una vez. Sin embargo, también es cierto que, a pesar de eso, a lo largo de estos meses he podido reflexionar sobre la conversación que tuvimos la madrugada en la que decidiste evaporarte. Sé que no tengo lo que que tú querías, que lo que he encontrado no es ni siquiera una respuesta. Pero he decidido plasmar en este papel algunas cosas que he descubierto y que me gustaría compartir contigo.
La verdad es que caminaba a ciegas buscando respuestas a todas tus preguntas. Tanteaba el aire vacío, llegando incluso a ahogarme con mis propios recuerdos. A pesar de mis esfuerzos, mi búsqueda era estéril. Te aseguro que moví el Cielo y la Tierra para encontrar alguna pista. Busqué en una caja de llena de libros, en la carpeta donde guardaba las letras de las canciones, en la guitarra de la que mana la voz de los amigos y en el cajón de las voces de los sabios. Me asomé al bote donde se esconden las caras de los extraños y a la parada de metro donde se intercambian las miradas. También miré en la botella de los mensajes desesperados. Ojeé el cajero donde se compra la esperanza, el arca donde se esconden los sueños y un gran supermercado de consejos en oferta. Vi pasar las estaciones de la vida y no había ni rastro de lo que estaba buscando.

Ante mi impotencia, opté por coger las maletas y me marché de viaje. Fui hasta fin del mundo, cerca de la fuente de la vida y paseé por las costas de la isla de la Felicidad. Hice escala en una selva de imprevistos y visité una cueva de casualidades. Estuve cerca del lago donde se tira el olvido y buceé en el mar de los deseos, lleno de monedas que formaban un arrecife de coral dorado y brillante donde se ponían de manifiesto las ilusiones del mundo. Navegué en el océano del bien y el mal pero al final, como siempre, naufrague en tus ojos.
Como no conseguí ninguna respuesta preparé un segundo viaje, esta vez a los lugares que tú siempre me sugeriste pero que yo me negaba a visitar. Primero, soborné al guardián de lo moral y lo inmoral para hablar con el policía que custodia tu pensamiento. Después, temeroso, me sumergí entre letras y así fue como conocí al autor que traspasó el mundo de ultratumba en la noche de Difuntos. Contacté con la detective que unió para siempre a Calixto y Melibea y descifré las artimañas de Yago para que el puñal de Otelo se clavara en el corazón de Desdémona. Ya de madrugada, frecuenté las amistades del Conde Valmont y Madame Meteruil y recibí clases magistrales de Casanova y Mesalina. Después de todo, pude comprender a los que renuncian a un mundo para amar y ser amados, y a los que se enamoran sin ser correspondidos. Animé a los que buscan nuevas formas de amar y a los que quieren querer. Alivié el dolor de las almas enfermas de amor y me compadecí de todos aquellos que viven sin poder amar. Critiqué a los Dorian Gray de tu vida (y de la mía) y negué a los mercenarios de sentimientos al mejor postor. Y a pesar de todo, seguía sin respuestas.
Fue entonces cuando me centré en ti y en mi e indagué en lo perfecto de nuestras conversaciones y reviviendo en mi cabeza todo lo que nos hemos dicho sin palabras y todo lo que no nos dijimos, y pensé en todo aquello que todavía nos quedaba por decir. Intenté verte a través de los ojos de un desconocido para traducir tus gestos a nuestro idioma, valoré tus defectos y saqué todo lo malo de tus virtudes, y al final, tanteando las vías de tu vida, encontré en un andén el saco de tu felicidad. Cuando lo abrí, pude reconocer tu color favorito, una botella con una canción (seguramente aquella con la que te emborrachaste de amor por primera vez), una entrada para el cine con los mejores recuerdos de tu vida, el vaso medio lleno, un espacios siempre reservado para los amigos y, en el fondo, la llave de tu corazón. Pude verlo todo,tocarlo y estudiarlo. También podría haber robado algo, pero no lo hice. Ni siquiera cogí la llave. Al fin y al cabo, ya no me pertenece, y además eso es algo que sólo tú puedes darme.
Opté por pensar a oscuras durante la tormenta eléctrica que dejó ciega y afónica a la ciudad. Sentado en un sofá, proyecté tu imagen en la televisión. Estabas como siempre, caminando sobre cielo bajo la lluvia, paseando por un velero sintiendo el suelo moverse bajo tus pies, tomándote un café en nuestro bar favorito. Estabas, preciosa, hablando con nuestros amigos, tomando una copa con un extraño, corriendo con Max por la playa y en el trabajo con tus compañeros. Me miraste fijamente y desde el otro lado de la pantalla intentaste venderme un detergente anti-estres, una máquina para coserme el corazón y un imperdible para lo nuestro. Fue entonces cuando me dí cuenta de que no quería encontrar respuestas porque ya no las necesitaba. Jamás me había preguntado que era lo que nos hacía tan especiales y, en el fondo, sigo sin querer saberlo. Tampoco puedo poner palabras a qué fue lo que me enamoró de ti a pesar de saber que el fin ya estaba cerca aunque puede ser que ayudara el hecho de que fuiste capaz de esconderte cuando éramos felices y dejarte ver cuando más te necesitaba. No lo sé. Y sigo siendo incapaz de darte un motivo irrefutable para rebatirte que te quedaras a mi lado, que no tomaras el camino fácil, que te alejaras del Averno.
Ahora que una lágrima tibia se funde sobre tu esquela me doy cuenta de que ni frío ni calor pueden alterar el color de tu rostro, nada puede hacerte fisuras. Yo, sin embargo, he cambiado. El tiempo, que a ti ni te roza, ha pasado factura a mi cara, que ahora está cubierta por una espesa barba, y mi melena se ha llenado de rizos, huérfanos de tus manos. También mis manos te echan de menos…
Volveremos a vernos algún día en otro espacio, en otro mundo. Volveremos a tocarnos y a soplarle a contraviento aunque sea en sueños. No sé cuando será pero, la próxima vez, prometo llevar conmigo todas las respuestas. Será a las cinco. Como siempre. Entre las vías del tren y el puente de los Suspiros.
M.Byron 

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