Querida Anna:
Ya es otra vez de noche y
al cerrar los ojos no puedo evitar que las sombras se ciernan sobre
mi. Oigo sus disparos rozando mi cabello, rociando de pólvora un
sudor que cada vez es más frío hasta convertirse en agua helada
impregnando los surcos de mi frente. Recuerdo que aquellos días había
escarcha para cenar. También recuerdo el olor de aquella noche
siberiana y el dolor agudo en mis manos y en mis pies. Se que tú me
entenderás como nadie si te digo que mis manos están entumecidas,
me duele sólo pensar en moverlas. Confesaste que a ti también te había pasado lo mismo en alguna ocasión. Tú me comprenderás porque tú
eres la que agitas como nadie los dedos, la prestidigitadora que pone
música celestial a la máquina de crear novelas. El traqueteo de tus
dedos, tus golpes contra el papel, me parecen sinfonías entre las paredes. Pero
ahora, la música de los disparos, que también son secos y rítmicos, se me antoja mucho menos celestial.