Querida Anna:
Ya es otra vez de noche y
al cerrar los ojos no puedo evitar que las sombras se ciernan sobre
mi. Oigo sus disparos rozando mi cabello, rociando de pólvora un
sudor que cada vez es más frío hasta convertirse en agua helada
impregnando los surcos de mi frente. Recuerdo que aquellos días había
escarcha para cenar. También recuerdo el olor de aquella noche
siberiana y el dolor agudo en mis manos y en mis pies. Se que tú me
entenderás como nadie si te digo que mis manos están entumecidas,
me duele sólo pensar en moverlas. Confesaste que a ti también te había pasado lo mismo en alguna ocasión. Tú me comprenderás porque tú
eres la que agitas como nadie los dedos, la prestidigitadora que pone
música celestial a la máquina de crear novelas. El traqueteo de tus
dedos, tus golpes contra el papel, me parecen sinfonías entre las paredes. Pero
ahora, la música de los disparos, que también son secos y rítmicos, se me antoja mucho menos celestial.
Han podido sonar quince,
veinte, quizá treinta. Los disparos han pasado cerca de mi, cerca de mi compañero, se han perdido lejos. Están
por todos los lados. Intento llevar la cuenta, pero mi mente no me ha dejado contarlos y
finalmente se han confundido entre los lloros y los gritos. Los
condenados no esconden su miedo, este es un momento de debilidades permitidas. Los orines y las heces calan los pantalones de los hombres.
Somos muchos, diría que una treintena. O más. Calculo que todos somos hijos
de la razón, que a todos nos llaman traidores y subversivos por pensar con algo más que con la fé o con el corazón. A algunos, como a mi, también nos gusta la literatura. Creo que todos
moriremos hoy.
Lo que más me duele en
este momento es el estómago, la mezcla de olores me da arcadas. El frío y el almizcle dulce no combinan bien. Supongo que el olor de la muerte es precisamente eso, algo que inexplicablemente y sin motivo aparente te da asco. Si, es el asco lo que me da miedo, pensar en cómo sabrá mi lengua cuando me hallan fusilado. La verdad es
que los gritos no me intimidan demasiado. Mi padre era médico, y yo
nací en un psquiátrico, así que puedo afirmar que los gemidos y
los gritos se convirtieron en mi primer aliento. Otra cosa son las
risas de los soldados, que atraviesan mi cerebro de parte a
parte. Ahí está el dolor, en la trepanación por medio de la
humillación. Pero a ellos, claro está, nada de esto les importa.
Aquí sólo soy uno más. El hijo de un terrateniente cuyo cuerpo y
alma siempre ha estado con los desheredados, con los más pobres. Mi
padre fue asesinado justamente por sus siervos. Le comieron los ojos.
En realidad, se lo merecía. Años después de la noche de mi asesinato, durante mi largo destierro, leí la Biblia con atención. Por entonces, realizaba trabajos forzados de sol a sol, y también por la noche. Esa era mi condena. Así que leí las escrituras para intentar reconfortar mi alma y mi cuerpo enfermo, para dar supuestas gracias a quien me había perdonado la vida. Comprendí entonces mi carencia de fe, que jamás habitó en mi cuerpo, pero también aprendí que según aquellos hombres de Dios el ojo por ojo era una justicia tan válida como cualquier
otra. Por eso, no lamento la muerte de mi padre, como tampoco lamentaría arrancar ahora las entrañas de mis asesinos. Pero
tengo las manos atadas y los ojos vendados con un mugriento retazo de
tela otrora blanco que huele a sangre envejecida.
Siento que no es momento de
venganza. Llega el día y es momento de despertar. Abrir los ojos y jugar
a vivir. Como aquella vez cuando el Zar conmutó mi pena de muerte a
cambio de una muerte en vida en la estepa siberiana. Aquella noche de
metralla los soldados levantaron sus armas al aire, pero nosotros no
pudimos verlo, y cuando creímos que las balas atravesaban nuestra
carne, sólo lo hicieron sus carcajadas. La noche de mi muerte lloré en el suelo como un
niño y perdí el oído durante días por la tensión acumulada. Parte de mi razón quedó enterrada en aquel barro helado. Aquel estado de shock se repite de vez en cuando. Y las pesadillas vuelven una y otra vez. Siempre temo no despertar. Pero siempre lo hago. Hasta que llegue el día en el que la pesadilla se convierta en realidad. Pero eso tu, mi querida Anna, ya lo
sabes.
Cuando me despierto en
este lecho semidesnudo en una ciudad y en un país extraño que lleva siendo mi hogar los últimos cuatro años y veo que no hay ropa y que no estás tú, me doy cuenta de
que los buenos tiempos han pasado. Mi hermano ha muerto como
ha muerto nuestro talento literario. Y yo parezco estar muerto para ti. Ahora todo son deudas con la
vida. Todo es un castigo por nuestros crímenes pasados y futuros. Los acreedores me persiguen y tu pareces haberme dado la
espalda. Creo que tus sellos se han convertido en tus mejores
amantes, los que nunca te serán infieles. Siento que lo he perdido
todo. He perdido mi tiempo y he perdido tu amor. No sé si el golpe
de suerte volverá a mi vida. Lo hizo ya una vez, en forma de reto:
tenía que escribir una novela en menos de un año. Lo hice y la
llamé “El jugador”, en honor a todos los que como yo han
decidido jugar y han perdido. Pero esa es una historia que tu también
conoces bien. Al fin y al cabo, así es como tu y yo nos conocimos.
Espero que jamás olvides nuestra apuesta. Y que algún día, puedas perdonarme.
Siempre tuyo, Fyodor
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