Truman miró por la ventana para dar la bienvenida a 1966. Le apetecía ver nacer entre nieve al nuevo año, ese al que apenas tendría tiempo de saludar y que llevaba gestándose cincuenta y dos semanas. Tras pensarlo mucho había decidido no firmar la nota y por eso la dejó anónimamente en este lado, en la parte de la mesilla que quedaba más cerca de la misma cama en la que a la mañana siguiente descansaría un cadáver desnudo y frío. En la otra esquina dejó la caja de tranquilizantes vacía. El Valium, que llevaba ya cinco años en el mercado, podía hacer estragos combinado con alcohol. "Si cualquiera puede conseguir esta mierda, pensaba, es que ya he vivido lo suficiente". La botella que vomitaba sus últimas gotas de vida se la había comprado su madre, que siempre le hacía el mismo regalo por Navidad. Se quitó la camisa y se tumbó esperando alguna señal. Antes de abandonarse al abismo, miró por última vezla pequeña pecera y al insignificante animal que vivía en ella. Sabía que el viejo e intoxicado pez naranja, aquel extraño compañero de viaje, flotaría pronto en la superficie etílico de vida, con el corazón borracho, igual que él mismo, igual que todos cuando decidimos que sea nuestra alma la que decida por nosotros. [Au revoir, mon petit amie].
El médico determinó que Truman falleció a las 3 a.m. La empleada del hotel dijo que salió de la habitación sin tocar nada porque pensó que estaba dormido. La policía, que aquello parecía un suicidio. Sus chaperos habituales confesaron que era un cliente excelente. Su madre volvió a llorar y a beber whisky barato. Y su último amante afirma que sólo unas palabras de su otro yo, de aquel amigo suyo, ese al que tanto admiraba, tenían cabida en su cerebro desde hacía semanas: “Habían matado a sangre fría y a sangre fría fueron castigados”. Poco tiempo después, las palabras de aquel otro Truman se hicieron famosas convirtiendo a su alter ego en uno de os escritores más famosos de todos los tiempos.
“Soy alcohólico. Soy drogadicto. Soy homosexual. Soy un genio”.
Truman Capote