Lyudmila Pavlichenko (1916-1974), francotiradora de la 25º División Chapaiev ,
Y no lo tiene porque la guerra no sólo la escriben los vencedores sino que además la escriben en exclusiva (o al menos hasta hace algunos años) los hombres del bando ganador. Por eso “La guerra no tiene rostro de mujer” de Svetlana Alexiévich tiene tanto peso a nivel periodístico y testimonial, porque cuenta una parte de la historia (la de la II Guerra Mundial) muchas veces escrita, reescrita e interpretada pero desde una perspectiva únicamente femenina y humana, lejos de versiones oficiales, biografías maquilladas o estadísticas bélicas.
Cuando Svetlana Alexiévich fue elegida para el Premio Nobel de Literatura de 2015 “Voces de Chernobil” fue su buque insignia, su obra de presentación en España. De hecho era su único libro publicado en nuestro país. Sin embargo el trabajo que realmente la había llevado un personaje de referencia dentro del panorama periodístico mundial era “La guerra no tiene nombre de mujer”, su primer libro, publicado por primera vez en 1983 y reescrito en el año 2000 para introducir fragmentos censurados, autocensurados o tachados por respeto hacia algunas de sus confidentes o por cualquier otro motivo. Por entonces ella ya vivía en el exilio fuera de las fronteras de Bielorrusia, país en el que su voz resultaba y resulta altamente incómoda para las autoridades, y su obra periodística, a medio camino entre la crónica, el ensayo, la biografía y la historiografía, comenzaba a ser reconocida y traducida por todo el planeta.
Mujeres soviéticas, un paso al frente
Muchas mujeres combatieron en la II Guerra Mundial. Más de un millón lo hizo en el Ejército Rojo. La mayoría eran jóvenes, rozando levemente por debajo o por encima la veintena. De hecho muchos de los detalles que se aprecian en el libro y que se justifican con su condición femenina responden, desde mi humilde punto de vista, más a una cuestión de edad (muchas eran adolescentes, apenas unas niñas) que a una de género.
Las mujeres soviéticas se incorporaron al frente, en su mayoría, entre 1943 y 1945. Casi todas provenían de pueblos y aldeas vacías de hombres tras los dos primeros años del conflicto así que muchas tenían hermanos, padres, amigos, camaradas, novios e incluso maridos muertos o mutilados. Sabían a lo que se enfrentaban y aún así regalaron sin tapujo todo a las trincheras, incluidas ilusiones e inocencia. Estas chicas, estas mujeres, pasaron sus mejores años entre barro y suciedad, entre muertos, sintiendo el hielo bajo sus pies y codeándose con la muerte de sol a sol. No conocieron la caballerosidad o la cortesía. Las “Hermanas”, como les llamaban sus compañeros varones, eran tratadas como iguales y eso les gustaba, les reconfortaba, les hacía sentirse como parte del deber colectivo que estaban llamadas a cumplir. La Patria era la madre y había que defenderla a cualquier precio. Eso es lo que las jóvenes soviéticas hijas de la Revolución habían mamado en la cuna y ese era su único objetivo. Asumieron su papel con orgullo y sin rechistar.
Pasaron los años, pasaron las batallas y al final muchas de estas soldados llegaron a Berlín como vencedoras. Se sentían bien. La euforia por estar vivas les regala un futuro como mujeres. Pero al regresar a sus casas con pesadas botas, fusiles al hombro y pelos rapados y prematuramente canosos algo, una pesada barrera, les calló encima. En sus pueblos y en sus aldeas sólo veían que habían pasado años rodeadas de hombres. Eran consideradas como prostitutas, meretrices de una Patria que también les dio la espalda. La duda comenzó a ceñirse sobre ellas y muchas familias las repudiaron porque no habían muerto y al no hacerlo no eran heroínas sino putas. ¿Y que pasó entonces con sus “hermanos” de armas, con aquellos con los que compartían risas, guardias y terror? En su mayoría también las rechazaron. Es cierto que hubo matrimonios entre hombres y mujeres soldados pero tras la guerra ellos no querían partisanas o zapadoras como compañeras de alcoba. Las mujeres que habían convivido junto a ellos en el frente conocían el horror con el que habían tratado a los enemigos y la violencia hacia las mujeres de los perdedores. Y puede que ellas mismas hubieran sido víctimas de violaciones o sucumbido a los apetitos de jóvenes desesperados sabedores de su muerte al llegar el amanecer. Entre los cometidos de las "Hermanas" estaba socorrer y calmar a los heridos y quién sabía si los favores sexuales eran parte de su trabajo. Los ex soldados querían mujeres inocentes que nunca se hubieran manchado la cara de barro con sangre, mujeres que no hubieran visto violaciones, mujeres sin pelos rapados, sin piojos y sin muertos a sus espaldas. En definitiva: no las querían a ellas.
Así que sin familia, sin amigos y con un Gobierno que las invisibilizó oficialmente estas mujeres guerreras, auténticas amazonas soviéticas, se convirtieron en seres que no eran y su participación en la guerra se vio como anecdótica o mínima. Su voz fue ignorada. La autocensura inundó su pecho y su estómago. La memoria de muchas quedó borrada para siempre. Unas se casaron y tuvieron hijos a los que nunca contaron su historia y una gran mayoría, permanecieron solteras para siempre. Para algunas, inválidas, heridas, amputadas, ni siquiera borrar un pasado les sirvió para dibujar su futuro. Mientras los hombres lucían sus condecoraciones en las solapas ellas las escondían. Y únicamente años después, en las reuniones de veteranos, hablaban de los tiempos que les tiñeron el pelo de blanco y les robaron la juventud, la sonrisa y el futuro. Por lo demás, un silencio se convirtió en el mejor cómplice de una versión oficial que las apartaba de la historia.
Así que sin familia, sin amigos y con un Gobierno que las invisibilizó oficialmente estas mujeres guerreras, auténticas amazonas soviéticas, se convirtieron en seres que no eran y su participación en la guerra se vio como anecdótica o mínima. Su voz fue ignorada. La autocensura inundó su pecho y su estómago. La memoria de muchas quedó borrada para siempre. Unas se casaron y tuvieron hijos a los que nunca contaron su historia y una gran mayoría, permanecieron solteras para siempre. Para algunas, inválidas, heridas, amputadas, ni siquiera borrar un pasado les sirvió para dibujar su futuro. Mientras los hombres lucían sus condecoraciones en las solapas ellas las escondían. Y únicamente años después, en las reuniones de veteranos, hablaban de los tiempos que les tiñeron el pelo de blanco y les robaron la juventud, la sonrisa y el futuro. Por lo demás, un silencio se convirtió en el mejor cómplice de una versión oficial que las apartaba de la historia.
El testimonio colectivo convertido en Nobel de Literatura
Y un buen día la joven periodista Svetlana Alexiévich se planta en sus casas y les dice que hablen sin tapujos. Les pregunta por la violencia, por el compañerismo, por las violaciones y relaciones sexuales en el frente. Por cómo les trataban su superiores. Quiere saber cómo aprendieron a matar y cuál fue su primera víctima; cómo perdieron su brazo o su pierna; de qué tenían miedo y cómo se organizaban cuando tenían la menstruación. Quería saber si los héroes rusos también lloraban por las noches; si era más doloroso tener a la muerte rondándote o que los tuyos te den la espalda cuando vuelves de la guerra. Quería saber a qué olían las flores entonces y si los pájaros volaban alto. Quería saber si comieron ratas y si se enamoraron.
Todas esas mujeres sintieron miedo inicial ante las preguntas de la periodista. Adoctrinadas por un sistema castrante únicamente podían expresar su versión oficial, aquella que las habían hecho aprender como a niños en el colegio, así que sus biografías quedaban en segundo plano. Sobre su experiencia real poco podían contar. Su país, su gobierno y su sociedad consideraba sus testimonios demasiado femeninos, maquillados, plagados de detalles que poco importaban tras el heroico final, falsos. En una palabra: indamisibles. Pero finalmente algunas de estas soldados, francotiradoras, enfermeras o desactivadoras de bombas, decidieron hablar con Svetlana Alexiévich sin tapujos. Lloraron, se emocionaron y quebraron la parte de su interior que esconde algunas de su peores miserias dejándolas salir fuera. Por eso “La guerra no tiene rostro de mujer” no es un libro al uso. Es un relato, o mejor, son muchos relatos impactantes, humanos e impagables con un enorme valor testimonial fuera de toda duda.
"La guerra no tiene rostro de mujer". Portada. Editorial Debate, 2015 |
A lo largo de los años Svetlana Alexiévich ha dado voz a los ignoradas por el gobierno de su país. Entre ellas destacan las mujeres de la II Guerra Mundial de “La guerra no tiene rostro de mujer” (publicado en España en 2015 por la editorial Debate), las víctimas del descalabro de la URSS (Los últimos testigos. Cien relatos nada infantiles) , los engañados por la cruenta guerra entre Afganistán y Rusia (Los chicos de cinc) , los silenciados de Chechenia (Fascinados por la muerte) y los invisibles de Chernóbil (su obra más conocida, Voces de Chernóbil).
Los libros de Svetlana Alexiévich han sido víctima de la censura del presidente Aleksandr Lukashenko, máximo dirigente de su país desde hace más de dos décadas y por eso desde 2000 la escritora vive y escribe lejos de las fronteras de su Bielorrusia natal aunque volviendo siempre a sus orígenes y a sus gentes. Considerada la mejor cronista de la historia de los hombres y mujeres soviéticos y postsoviéticos, Alexiévich ha sido la primera escritora de no ficción en conseguir el Nobel de literatura en más de 100 años.
«Soy historiadora de almas [...]. Por un lado, estudio a la persona concreta que ha vivido en una época concreta y ha participado en unos acontecimientos concretos; por otro lado, quiero discernir en esa persona al ser humano eterno. La vibración de eternidad. Lo que en él hay de inmutable.»
Svetlana Alexiévich
«Soy historiadora de almas [...]. Por un lado, estudio a la persona concreta que ha vivido en una época concreta y ha participado en unos acontecimientos concretos; por otro lado, quiero discernir en esa persona al ser humano eterno. La vibración de eternidad. Lo que en él hay de inmutable.»
Svetlana Alexiévich
Svetlana Alexiévich en 1988, cuando escribía "Los chicos de cinc" |
No hay comentarios:
Publicar un comentario