“La muerte es un arranque demasiado socorrido para casi cualquier tipo de narración”. Esta afirmación del primer capítulo de “Augurio” nos sitúa ante el tipo de lectura que nos encontramos, una que invita a la reflexión y que no será amable ni con los personajes ni con las situaciones que nos plantee. Aunque más que socorrida, en este libro la muerte es necesaria e inevitable. Todas las muertes lo son aquí: las provocadas voluntariamente, las accidentales, las premeditadas o las que sobrevienen por sorpresa. Y no sólo hablamos de muertes físicas. La muerte a veces es simplemente sinónimo de fin, en este caso el punto final para una familia se deshace, un núcleo familiar que se apaga, se pudre y se muere. Nada de esto es nuevo. Lo novedoso en esta novela es que los personajes, lejos de poner remedio a la caída, decidan auspiciar su suicido observando desde la atalaya, como esperando que la espada de Damocles cuya punta llevan tiempo sintiendo en su cabeza les atraviesé por fin. ¿Qué experimentarán entonces? ¿Descanso¿? ¿Miedo? ¿Autocompasión? ¿Furia? ¿Dolor? No importa porque en “Augurio” no hay un plan de escape: sus personajes se saben a la deriva augurando eso de que siempre podría ser peor.
“Madre en el parto, madrastra en el querer”*
La trama de “Augurio” se centra en dos personajes condenados a no entenderse: una mujer que entra en la madurez en plena crisis existencial y matrimonial y su hija adolescente. A priori lo normal es que el desacuerdo entre ellas les lleve a una relación empalagosamente azucarada, extremadamente salada o con retazos de ambos sabores como el Ying y el Yan, las sonrisas y las lágrimas o el quererse y odiarse aleatoriamente y sin saber el por qué tan habitual entre miembros de un mismo clan familiar.
Sin embargo el regusto que nos queda tras leer “Augurio” no es ni lo uno ni lo otro. De hecho es más amargo que agridulce. Amargo por la bilis de las palabras y de las acciones y por la incapacidad para remediar el fin; amargo por el poco interés de los personajes por salvar algo, ni siquiera por salvarse a sí mismos. Salvación, una palabra que parece no entrar en los planes de nadie. Amargo porque Ingrid y Silvia son pesimistas y caóticas.
“Dos personas que lloran a la vez nunca lloran exactamente por lo mismo”*
En otros casos, en otros libros, en otras historias contadas, la relación entre Ingrid y Silvia (madre e hija respectivamente) se situarían bajo la expresión “conflicto generacional”, que aunque no une dos #palabrasinfieles da a éstas un sentido global bastante claro. En esos otros libros, en esas otras historias, ocurriría algo así: un día la madre despierta y no reconoce a su pequeña por las malas compañías, por sus cambios de personalidad y hormonales, por las drogas, por el sexo, porque se ha metido en una secta o por lo que sea. La hija se aleja y eso causa desazón en las entrañas de la progenitora.
Pero en “Augurio” el problema no es ese. En realidad Ingrid y Silvia nunca se han entendido porque su conflicto es más profundo y se sitúa en un plano que cruza lo emocional y lo intelectual: la primera es inmadura e incapaz de protegerse a sí misma y la segunda tiene en su madurez prematura y en su inteligencia su peor aliada. Los roles no están invertidos. Simplemente, parecen escogidos al libre albedrío. Por eso no es que madre e hija sean enemigas irreconciliables sino que representan abiertamente lo peor de sí mismas. Ingrid y Silvia son auténticas reinas de la sprezzatura con la que David Aceituno las ha investido y que las convierte en negligentes emocionales intencionadas y en seres carentes de empatía manifiesta.
Presas “de un silencio profundo, vertical”*
Por otra parte Ingrid y Silvia pueden representar las dos caras de la moneda, el pasado y el futuro de una misma persona cuyo augurio trágico de lo que vendrá les impide vivir en el presente. En el futuro habrá huidas, habrá depresión, habrá desencanto. Habrá que tomar decisiones que lleven a muertes y eutanasias varias (de vidas, de matrimonios, de amistades). Lo que se augura de forma inevitable en “Augurio” es una muerte de las relaciones sociales que aboca a una soledad elegantemente turbadora. Quizá por eso las dos mujeres son solitarias y desconfiadas, quizá por eso se han abandonado a un individualismo que han aceptado como perpetuo, quizá por eso ni se necesitan ni se buscan.
Y luego hay un tercer personaje: Rai, marido de Ingrid y padre de Silvia, ausente en ambos roles y neutral en esta batalla de egos femeninos que se apagan y se encienden simultáneamente. Su ausencia parece no ser casual porque la ausencia también es una suerte de muerte velada. Testigo mudo y alma sesgada, Rai es el fantasma necesario para articular recuerdos y nexos comunes en las vidas de Ingrid y Silvia.
De todo lo anterior podría deducirse que “Augurio” es un retrato duro. Lo es por el fondo, por esa reflexión obligada al cerrar el libro sobre qué pasará con Silvia y con Ingrid y si alguna de ellas conseguirá sobrevivir a sí misma. Pero paradójicamente “Augurio” se desarrolla en un paisaje Mediterráneo amable y tranquilo que no incita a la turbación, por lo que la oscuridad no está en el ambiente sino en el interior de los personajes. Tampoco el lenguaje que David Aceituno usa es tenebroso o agresivo: hay esmero en los detalles, en la selección de adjetivos y en la búsqueda de combinaciones cuanto menos poéticas y luminosas. Esta la otra gran paradoja de “Augurio”: utilizar la belleza para hablar de suicidio, depresión, duelo, descomposición y muerte. Esto nos da aire y nos permite respirar como lectores aunque sea a bocanadas.
Quizá sea porque esté recién salido del horno o porque pone fin a un otoño literario bastante encendido, pero lo cierto es que “Augurio” me ha quemado en las manos, algo que únicamente consiguen (en mi caso) las historias que no utilizan giros rebuscados o forzados y que no se valen de tópicos para avanzar en el relato.
De todo lo anterior podría deducirse que “Augurio” es un retrato duro. Lo es por el fondo, por esa reflexión obligada al cerrar el libro sobre qué pasará con Silvia y con Ingrid y si alguna de ellas conseguirá sobrevivir a sí misma. Pero paradójicamente “Augurio” se desarrolla en un paisaje Mediterráneo amable y tranquilo que no incita a la turbación, por lo que la oscuridad no está en el ambiente sino en el interior de los personajes. Tampoco el lenguaje que David Aceituno usa es tenebroso o agresivo: hay esmero en los detalles, en la selección de adjetivos y en la búsqueda de combinaciones cuanto menos poéticas y luminosas. Esta la otra gran paradoja de “Augurio”: utilizar la belleza para hablar de suicidio, depresión, duelo, descomposición y muerte. Esto nos da aire y nos permite respirar como lectores aunque sea a bocanadas.
Quizá sea porque esté recién salido del horno o porque pone fin a un otoño literario bastante encendido, pero lo cierto es que “Augurio” me ha quemado en las manos, algo que únicamente consiguen (en mi caso) las historias que no utilizan giros rebuscados o forzados y que no se valen de tópicos para avanzar en el relato.
Una lectura muy ágil y rápida y una reflexión que te deja un tiempo pensando. A disfrutar sin tapujos de lo uno y de lo otro.
“Augurio”, de David Aceituno. Ediciones Paralelo, noviembre 2016.
* las tres frases remarcadas y señaladas con * son fragmentos de la novela.
“Augurio”, de David Aceituno. Ediciones Paralelo, noviembre 2016.
* las tres frases remarcadas y señaladas con * son fragmentos de la novela.
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