Me encontré en un
desencuentro de lo más inapropiado. No recuerdo su nombre y no sé
cual era su apellido. Lo segundo no se me ocurrió preguntarlo. Ni
siquiera me dio por pensar que la chica estrábica formaba parte de
una progenie, que podía tener un padre o una madre. Solo recuerdo
que su pelo estaba lleno de luciérnagas. Intenté cazarlas una a
una, pero se hizo de día y les perdí la pista. Pensé que la
siguiente noche podría atraparlas a todas batiendo sobre ellas una
red transparente y que, adormecidas, antes de la llegada del Sol
serían todas para mi. Las metería en un bote de cristal y las guardaría para
contarles cuentos por las noches. ¿De qué se alimentan
las luciérnagas?, pensé.
Tardé
mucho en volver a asomarme a la puerta de mi caja. En aquellos días
llenos de soledad, me alimenté de medios versos robados y tuve
algunas visitas inapropiadas. Por ejemplo, las musas vinieron a
buscarme. Yo tenía algo para ellas y ellas decían tener algo para
mi. Un recado. Me negué a escuchar su mensaje. Tenía miedo de que
el remitente fuera yo, mi yo auténtico atrapado en otra dimensión.
Pero sobre todo, me aterraba que mi ilusión pasada hubiera
traspasado los límites del tiempo para saciarse conmigo. Luché contra ellas. Les dije , “esta
vez no quiero veros”. Para
vencerlas, pensé en ti y en ese gran puzzle que eres
para mí, ese al que sabes que le voy añadiendo fichas con todo lo
bueno que encuentro en el camino. Así que a partir de ahora te
imaginaré con un ejército de escarabajos con linternas, gafas de
sol y bombín habitando tu pelo y tu espalda, haciendo señales
coreográficas al dios pobre que ni les escucha ni les entiende pero
que les regala oscuridad para que su estela siga siendo siempre
brillante.
Por
mucho que lo intente, nunca seremos las mismas luciérnagas que
fuimos aquella noche. Te
pedí que te taparas conmigo y que iluminaras con tu cuerpo mis pies.
Me dijiste que qué era eso, y yo, que nunca me había tenido por
cobarde, tuve miedo de la noche y de los sueños. Así que cogí una
linterna y te dije lo que esperaba de ti. Encendí el artilugio bajo
mi barbilla y el contorno de mi cara se tornó fuego. Nuestras caras
se llenaron de sombras. Te asustaste y tus pies, por primera vez, se
quedaron quietos. Llevabas calcetines amarillos y así, tan menudos y
pequeños, ambos parecían dos estrellas reflejadas en aguas
tranquilas. Alumbré a tus estrellas y alumbré mi mano. Iluminé lo
último de tu melena, eso que se balancea con el viento, y pude ver
pequeños retazos de luz abriéndose paso en tu nuca. Nos abrazamos.
Nos abrazamos mucho. Nos abrazamos tanto que casi nos orugamos por
completo perdiendo la forma humana. Por la mañana, caracoles
despiertos a nuestro encuentro, presas fáciles de nuestra felicidad
insectívora y racial inúsita hasta aquel momento. Ahora
lo entiendo todo: teníamos luciérnagas en los ojos y devorábamos
todo lo que teníamos delante, incluida la vida.
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