[escarabajos que visten linterna y bombín



Me encontré en un desencuentro de lo más inapropiado. No recuerdo su nombre y no sé cual era su apellido. Lo segundo no se me ocurrió preguntarlo. Ni siquiera me dio por pensar que la chica estrábica formaba parte de una progenie, que podía tener un padre o una madre. Solo recuerdo que su pelo estaba lleno de luciérnagas. Intenté cazarlas una a una, pero se hizo de día y les perdí la pista. Pensé que la siguiente noche podría atraparlas a todas batiendo sobre ellas una red transparente y que, adormecidas, antes de la llegada del Sol serían todas para mi. Las metería en un bote de cristal y las guardaría para contarles cuentos por las noches. ¿De qué se alimentan las luciérnagas?, pensé.
Luciérnaga en latín se dice Lampyridae. Comen babosas y caracoles. Durante el cortejo, las hembras emiten una luz más intensa y fuerte para llamar la atención de los machos que revolotean sobre los cuerpos rechonchos de ellas, que los esperan panza arriba. Casi todas están ciegas como resultado de su bioluminiscencia. Me imaginé de nuevo a la chica de mirada turbia peinando una cabeza llena de babas y con cientos insectos luminosos haciendo señales a un dios imaginario cuya mirada vidriosa les devolvía únicamente su propio reflejo. Un dios que nada tenía para darles. Me sentí gigante, demasiado grande para un universo tan pequeño. Me sentía hueco por dentro y totalmente vacío, como descargado: está claro que yo no puedo emitir luz desde mi abdomen por lo que en cuestión de energía yo era mucho más insignificante que ellas. Más débil que una coleóptera. La magia se apagó y no me importó que el pelo de la chica se llevara a mis luciérnagas a otra almohada. Yo sólo quería quedarme a oscuras.


Tardé mucho en volver a asomarme a la puerta de mi caja. En aquellos días llenos de soledad, me alimenté de medios versos robados y tuve algunas visitas inapropiadas. Por ejemplo, las musas vinieron a buscarme. Yo tenía algo para ellas y ellas decían tener algo para mi. Un recado. Me negué a escuchar su mensaje. Tenía miedo de que el remitente fuera yo, mi yo auténtico atrapado en otra dimensión. Pero sobre todo, me aterraba que mi ilusión pasada hubiera traspasado los límites del tiempo para saciarse conmigo. Luché contra ellas. Les dije , “esta vez no quiero veros”. Para vencerlas, pensé en ti y en ese gran puzzle que eres para mí, ese al que sabes que le voy añadiendo fichas con todo lo bueno que encuentro en el camino. Así que a partir de ahora te imaginaré con un ejército de escarabajos con linternas, gafas de sol y bombín habitando tu pelo y tu espalda, haciendo señales coreográficas al dios pobre que ni les escucha ni les entiende pero que les regala oscuridad para que su estela siga siendo siempre brillante.

Por mucho que lo intente, nunca seremos las mismas luciérnagas que fuimos aquella noche. Te pedí que te taparas conmigo y que iluminaras con tu cuerpo mis pies. Me dijiste que qué era eso, y yo, que nunca me había tenido por cobarde, tuve miedo de la noche y de los sueños. Así que cogí una linterna y te dije lo que esperaba de ti. Encendí el artilugio bajo mi barbilla y el contorno de mi cara se tornó fuego. Nuestras caras se llenaron de sombras. Te asustaste y tus pies, por primera vez, se quedaron quietos. Llevabas calcetines amarillos y así, tan menudos y pequeños, ambos parecían dos estrellas reflejadas en aguas tranquilas. Alumbré a tus estrellas y alumbré mi mano. Iluminé lo último de tu melena, eso que se balancea con el viento, y pude ver pequeños retazos de luz abriéndose paso en tu nuca. Nos abrazamos. Nos abrazamos mucho. Nos abrazamos tanto que casi nos orugamos por completo perdiendo la forma humana. Por la mañana, caracoles despiertos a nuestro encuentro, presas fáciles de nuestra felicidad insectívora y racial inúsita hasta aquel momento. Ahora lo entiendo todo: teníamos luciérnagas en los ojos y devorábamos todo lo que teníamos delante, incluida la vida.

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