Llegaron las máquinas y
se lo comieron todo. Primero, el trabajo más duro, aquel que los
hombres más odiaban y que les ocupaba más tiempo y esfuerzo. La
idea al principio se consideró buena, porque siempre habría que
hacer más máquinas y más máquinas, y periódicamente aparecerían
nuevos trabajos. El hombre estaría ocupado inventando y construyendo
continuamente en un bucle, que, decían, no acabaría nunca, pues
siempre habría nuevas funciones que acatar y nuevos trabajos que
aprender. En aquel momento, en el principio de esta nueva era, el
hombre no veía que aquellos trabajos eran igualmente duros y
humillantes que los que había desechado. Estaba estaba cegado,
convencido ante un futuro ficticio y sin avales, olvidando que la
historia, especialmente la mala, siempre se repite. Pero aún así, a
pesar de las advertencias, el ser humano acabó por asumir su papel
como un peón más en un tablero abocado a la eterna evolución.
Al contrario de lo que
los astrólogos pronosticaban, las máquinas no eran malas desde el
principio. En origen eran buenas, pero sin saber muy bien cómo, se
adueñaron de los cerebros y los impulsos de la gente, de sus
pensamientos, hasta que al final acabaron convertidas en hombres más
semejantes a los hombres que los propios hombres. En algunas máquinas
confluían aquellos dones que los antiguos sabios habían dado al ser
humano y que éste había perdido con el paso de los siglos. Había
casos en los que eran máquinas incorruptas, prácticamente puras que
tomaban decisiones diligentes y que a veces desprendían pedazos de
afecto y bondad. Las máquinas nunca mentían. El ser humano, por el
contrario, había vaciado todos sus esfuerzos en su ego, alimentando
únicamente lo individual hasta convertirse en un ser mezquino y
ruín. Fueron muchos los que, durante años y previsores de lo que
podía ocurrir, analizaron cuál era el papel de los hombres en la
Tierra, y a pesar de sus esfuerzos y de la búsqueda de los aspectos
más positivos, no encontraron respuestas para justificar qué
sentido tenía un mundo gobernado por el peor de los depredadores,
aquél que es capaz de destruir a sus semejantes, a todo lo que le
rodea y lo que es peor, a sí mismo sin mirar atrás ni por un
segundo. En aquellos días, los más pudientes, unos pocos
visionarios con dinero, plantearon dedicar todos sus esfuerzos a
perfeccionar las máquinas hasta que éstas se convirtieron en seres
autónomos imprescindibles, inteligentes, programados para sustituir
al humano y delegarle en todas sus funciones. Llegaron las
especulaciones, las teorías conspiratorias. Pero nadie daba nada por
sentado. Nadie quería creer. Y aquellos hombres poderosos, aquellos
que controlaban el capital del mundo y que tenían un increíble
poder sobre el capital humano, negaban lo que estaba ocurriendo en
sus laboratorios. La serenidad aparente no hizo sino dar más margen
a la desgracia. Pero el problema real llegaría tiempo después,
cuando la Gran Eclosión obligó a repartir alimentos y las máquinas
se convirtieron en la prioridad. En un mundo con carencia de comida,
eran muchos los que preferían dar de comer a sus máquinas que a sus
semejantes y así los vecinos, los compañeros, los amigos y la
familia quedaron desplazados al segundo plano de las prioridades, que
siempre eran individuales. Todos querían a las máquinas y todos
desconfiaban de todos excepto de los autómatas que ellos mismos
habían creado. En el fondo de sus corazones, algunos hombres
albergaban esperanza, pero ésta era volátil, pues habían aprendido
a desconfiar en ellos mismos y en todos sus semejantes. Y así fue
como el hombre olvidó amar.
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