[la vieja dama


“Por favor, sea usted breve”, dijo el hombre de bigote poblado cuando apenas habían pasado veinte minutos. “En realidad yo sólo he venido a decirle que la quiero”. La mujer miró al chico. Era joven, demasiado. Quizá un hijo  o un amigo, pero nunca un amante. Le concedió una sonrisa. El chico salió de la habitación con el beso de la mujer aún puesto en la mejilla.  Después, la mujer comentó con su agente que aquella  había sido la entrevista más extraña de toda su carrera como actriz y  quiso saber, por curiosidad,  el nombre del joven periodista al que no volvería a ver jamás.

La mujer falleció a los pocos días víctima de una confusión de tiempos y tomas entre las latas y botes de tranquilizantes, estimulantes, mermeladas, zumos de tomate y salsas agridulces. La encontraron en la cama con expresión confusa y los ojos muy abiertos, las pupilas perdidas en el techo y restos de saliva espumosa y seca escurriéndose por las comisuras. Los brazos estirados. Las piernas inimaginablemente confundidas entre sí. Recibió un funeral digno de una dama de la escena, con amables palabras de compañeros y un velatorio a pie de tablas,  muy cerca del escenario, en el gallinero  del teatro de su pueblo. De todas las formas, bonito.

 La muerte de Verónica Alegre causó revuelo entre las folcklóricas de capa caída, que se esforzaron por transformar a la dama en puta, y dibujaron bajo el prisma de los celos a una actriz dispuesta a todo por alcanzar el estrellato. Mientras primos y herederos se peleaban por las cenizas de un recuerdo casi mancillado, el joven periodista decidió publicar sin censura la última entrevista de la Alegre en un diario de tirada nacional. Con sus palabras, el joven hizo el retrato más dulce que se podía hacer de  aquella mujer de entrepierna fácil y tacón borracho, narrando los  despertares con amantes de tercera, con taxistas, con compañeros y directores, con escritores y los sórdidos encuentros entre pajares y bambalinas. Y todo con la ternura que sólo puede salir de la boca de un joven enamorado. Firmó la entrevista con un pseudónimo. Y dejó una copia impresa sobre la tumba de la Alegre en la que la tinta había señalado una última frase: “He conseguido lo que me he propuesto con mi mente, con mi talento y también con mi cuerpo, ¿qué hay de malo en eso? Algunos tienen como único trabajo tener hijos con sangre azul, otros venden hipocresía en los púlpitos. Los hay que se suben la sotana en la última fila del cine y los hay que unen fortunas con alianzas de oro. Los hay que entran en casa a escondidas con el cuello rojizo, olor a burdel en la bragueta y el esperma aún caliente. Los hay que se enfrascan en matrimonios de amor de "una vez a la semana." La única diferencia entre ellos y yo es que yo he tenido siempre claro porqué lo hacía, fuera por vicio, por necesidad  o por amor. Y eso es algo que no se le puede echar en cara a nadie”. 



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