Lo más increíble de doblar una hoja de calendario caducada por la mitad es imaginar que, tras el pliegue, los días se reúnen en “petit comité” y se susurran unos a otros los detalles más escabrosos de un tiempo que antaño vivía colgado en la pared. En esos momento de confesión íntima, los rojos y los santos conviven en armonía, y los negros y grises se entremezclan en una amalgama idiomática digna de la torre más alta del nuevo Babel. Posiblemente, ese pequeño recoveco de celulosa apelotonada es el único sitio en el que el tiempo ha parado su carrera de forma indefinidamente infinita. Mientras tanto, al otro lado del mundo, en la realidad en la que los sueños apenas sobreviven durante unos segundos al día, un tiempo menos idílico sigue su curso de la mano de la vida, con la desconfianza como Reina de Picas, las onomásticas en las alturas, los números por los suelos, y los lunes y los viernes separados por diferencias y horarios irreconciliables. Ante esta situación he decidido guardar la hoja de diciembre dividida en cuatro, con la esperanza de que la misma tolerancia que ahora escondo en el bolsillo sea capaz de traspasar las fronteras de mi pantalón. No se trata de una performace artística ni de un acto poético. Simplemente, a veces es necesario empezar con un acto de fe. Feliz Comienzo. Feliz utopía. Feliz 2010.