“Soy alcohólico. Soy drogadicto. Soy homosexual. Soy un genio”. Miró por la ventana para dar la bienvenida a 1966. Le apetecía ver como nacía el nuevo año que llevaba gestándose 52 semanas. Decidió no firmar la nota y la dejó de forma anónima en la parte de la mesilla que quedaba más cerca de la cama en la que a la mañana siguiente descansaría un cadáver desnudo y frío. En la otra esquina dejó la caja de tranquilizantes vacía. El Valium, que llevaba ya cinco años en el mercado, podía hacer estragos combinado con alcohol. Si cualquiera puede conseguir esta mierda, pensaba, es que ya he vivido lo suficiente. La botella que derramaba sus últimas gotas de vida en la alfombra se la había comprado su madre, que siempre le hacía el mismo regalo por Navidad. Se quitó la camisa y se tumbó en la cama esperando alguna señal. Miró la pequeña pecera y al insignificante animal que vivía en ella. Sabía que aquel viejo e intoxicado pez naranja flotaría pronto en la superficie, igual que él mismo, igual que todos cuando decidimos que sea nuestra alma la que decida por nosotros. Au revoir, mon petit amie.