Reseñas: La folie Baudelaire

Charles Baudelaire en un retrato coloreado de Félix Nadar (1860)

“La folie Baudelaire” es el retrato de una época, una de las más interesantes a nivel intelectual y artístico: el tránsito del romanticismo a la modernidad, el nacimiento de la bohemia, de las vanguardias y del declive silencioso y opaco de Les Salons parisinos. Estamos en un París en el que, en pocas décadas, conviven en un momento u otro nombres como Baudelaire, Rimbaud, Delacroix, Ingres, Degas, Coubert, Manet, Chopin, George Sand o Berthe Morisot. Estamos en un París en el que todas las artes conviven, se alimentan y se retroalimentan. Es el París en el que unos buscan el reconocimiento de Les Salons y otros se sienten orgullosos de ser refusées.


En esta ciudad, en este París, la fotografía comienza a ver la luz y los pintores intentan que convivir con ella no les relegue para siempre a la oscuridad. Los escritores hablan de los pintores y los pinceles muchas veces dibujan versos. En esta ciudad, una mujer, elegida al azar y a la que llamaremos  Alberthe de Rubempré, es amante de Delacroix, Stendhal y Mérimée. La modernidad aquí es marginal y exótica y rompe con el pensamiento académico. Artistas, músicos y poetas. !Cuánta hambre junta en este París tan decadente y moderno! 


En este París el genial crítico literario Sainte-Beauve, gruñón y excéntrico por naturaleza, jamás concedía buenas críticas a aquellos a los que presuponía un talento mayor que el suyo aunque mantenía con ellos relación cordial llena de acidez. Únicamente después de la muerte de Baudelaire Sainte-Beauve hizo mención a su talento hablando de su poesía con unos términos que hoy definiríamos como metafísica y reconociendo a Baudelaire más allá de las fronteras de Flaubert y de cualquier otro. Buscando describir el lugar donde se encontraba la obra de Baudelaire, Sainte-Beauve trazó una especie de universo, un quiosco de madera extraño en el que se rompían las barreras del romanticismo clásico, en el que se leía a Edgar Allan Poe, se recitaban poemas exquisitos y se tomaba opio y otras drogas abominables en tazas de cara porcelana china,  un lugar imposible e inhabitable al que llamó la folie Baudelaire. Roberto Calasso recupera esta esencia y utiliza la genialidad y los aires “primaverizos” de Baudelaire como excusa para hablar de una época y de un tránsito clave para nuestra educación cultural. Una época que tiene como banda sonora a Gounod, a Bizet y, por supuesto, a Offenbach. 

El principio de todo: el sueño y la pesadilla


Antes de que Martin Luther King tuviera su gran sueño y mucho antes de que los androides de Philip K. Dick soñaran con ovejas eléctricas, Charles Baudelaire también sucumbió al efecto de Morfeo. Una noche el poeta se soñó a sí mismo deambulando por un gran burdel que era a la vez museo.  A grandes rasgos era una folie,  un lugar en el que las chicas alternaban con hombres siendo observados únicamente por multitud de cuadros y litografías de corte erótico. El voyeurismo entonces era simplemente una afición, una moda,  y nadie lo veía como un trastorno. Nadie le daba importancia. Lo curioso de este gran burdel no era lo que se veía, no era lo que se hacía, sino lo que se escondía tras cada obra de arte, tras cada símbolo. Allí la vida estaba suspendida y el lugar presidido por una estatua de Fanes-Cronos-Mitra que a veces era el dios del tiempo infinito y a veces era el propio Baudelaire. La pesadilla no tenía nada que ver con la prostitución ni con los actos poco lícitos que allí sucedían: al fin y al cabo un burdel como aquel, con tantos actores, con tantas actrices, con tantos significados, era una cosificación, una puesta en escena de la vida misma en la que su libro, sus futuras flores del mal servían como pasaporte. Este libro representaba la literatura en sí misma, el espacio vital común e integrador capaz de inventar nuevos conceptos y estados de ánimo (“antes -de Baudelaire- existían los vulgares pero no la vulgaridad de la misma forma que existían los modernos pero no la modernidad”, asegura Roberto Calasso, el autor de este ensayo). ¿Eran los personajes? ¿Era lo lúgubre de la situación?¿El hecho de verse sólo en un lupanar que imaginamos con grandes telares rojos y atrezzo con reminiscencias orientales? ¿El verse fríamente observado y juzgado por una deidad de piedra rodeada por una serpiente venenosa? No. Lo que convirtió el sueño de Baudelaire en una auténtica pesadilla es que el poeta estaba descalzo. Y eso era malo. Era peor es estar mojado en charco y en medio e la tormenta. Era peor que pasar varios días en el suelo, peor que tener el rostro lleno de hollín, peor que aparecer de repente en la puerta de una Iglesia completamente desnudo. Eso es lo que una vez le había enseñado su madre, Caroline, primero señorita Dufaÿs, después Madame Baudelaire y, finalmente, Caroline Aupick: ella le dijo que estar descalzo o llevar los zapatos tan desgastados que se sentía la gravilla del suelo era lo peor que podía pasarle a un hombre. 

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