Chaplin la quiso para él, y ella le dijo que no. También la adoró el poeta Enrique Gómez Carrillo, y el mísmisimo Alfonso XIII no sabía cómo no rendirse ante su belleza y ante su voz. El talento de Raquel Meller rozaba lo transgresor y su carisma encima y debajo de las tablas la convirtieron en una de esas mujeres de mirar no tocar, en una gran deseada por el público y sobre todo por los hombres. La chica de pueblo se convirtió en estrella. Se convirtió en la estrella española del París de los años 20 con su cuplé, con su rizo y con su mantilla. Mujer española de pura raza. Una mujer que, tenemos que destacar, también fue portada de la Revista Time en 1927. En fin una gran historia la de esta mujer de armas tomar.
"De todas las
mujeres con las que se topó a lo largo de su vida posiblemente la
más famosa fue Mata Hari. Algunas lenguas , más viperinas que
fidedignas, dicen que fue él quién condujo a la bella espía hasta
París y quién la delató ante la justicia militar. En definitiva,
durante el año 1917 corrían rumores entre los círculos
intelectuales que aseguraban que sus palabras habían servido para
firmar la sentencia de muerte de la bailarina, que exaló su último
aliento ante un pelotón de fusilamiento en un siniestro foso de
Vicennes. Enrique Gómez Carrillo, hombre aventurero, bohemio y
polémico, dado a la bebida, las mujeres y los escándalos sociales,
siempre negó a la mayor. Jamás, dijo, había visto a la exótica
dama. Jamás fue su amante. Jamás, él, un traidor. Para dar voz a
sus alegato escribió un libro, El misterio de la vida y la
muerte de Mata-Hari. La exculpación final llegó en 1934 cuando
las autoridades francesas desligaron a Gómez Carrillo de aquel
extraño e inexistente juicio. Demasiado tarde para el escritor, que
había fallecido en la capital francesa en 1927 convertido en el
delator “oficial" de la bailarina. Y demasiado tarde para la
Mata Hari, cuya cabeza embalsamada se exponía desde hacía años en
el Museo de Criminales de Francia, vitrina en la que permaneció
hasta que, en 1958, fue robada, quien sabe si por algún admirador o
por algún antiguo amante resignado. En fin. Una gran caja de
conjeturas.
Sin
embargo, el amor que más marcó al escritor guatemalteco fue con
otra mujer de “armas tomar”, turiasoniense de nacimiento,
ciudadana del mundo por adopción y embajadora de la copla por
vocación. La cantante Raquel Meller y Enrique Gómez Carrillo se
casaron en 1919 en Biarritz,
una pequeña ciudad de la Aquitania francesa. Aquel matrimonio tuvo
dos testigos de excepción: Benito Pérez Galdós y el conde de
Romanones porque el novio, intelectual y diplomático de mundo
corrido, tenía contactos, como se suele decir, hasta en el infierno.
Aquella unión apenas duró tres años. El tiempo suficiente para que
Gómez Carrillo dedicada a su idolatrada esposa un libro titulado,
simplemente, como ella, Raquel Meller. La obra, dicen los críticos,
es bella como la que fuera primera dama de la canción española, y
en ella el escritor habla de la cantante pero también de la mujer,
la misma que había nacido como Francisa Márques López en el
Tarazona a finales del siglo XIX. La Meller, que había tomado su
nombre artístico durante la primera década del siglo XX tras un
“amorío” con joven marinero belga un
llamado Peter Moeller,
se puso gracias a su diplomático esposo en el punto de mira de
intelectuales como Manuel Machado, Jacinto Benavente o Leopoldo
Romeo. Algunos años antes el que había fijado la mirada en ella fue
Sorolla, que captó su belleza en un magnífico retrato del que su
esposa, Matile, jamás pudo estar celosa.
De
todos los que la conocieron en aquellos comienzos de andadura
internacional, nadie dudó en alabar las virtudes vocales de la
aragonesa, que se abrió paso con voz propia en el fascinante París
de los años 20. Los aplausos venían en forma de palmadas pero
también de letras, como muestra, este ripio que le dedicó el mayor
de los hermanos Machado: “Esta
Raquel, por su aquel, // por su genio y por su sal, // ha hecho el
nombre de Raquel, // una vez más, inmortal”.
Por
aquel entonces Raquel Meller era una artista más que reconocida. Por
no decir que, además, era una de las bellezas más vitoreadas del
momento. También eran famosas ya sus dos temas más conocidos, “El
Relicario” y “La violetera” ambas del maestro Padilla, y la
Meller era ya considerada como la reina del cuplé, la reinventora de
la música española. Tal era su fama que tenía su propio vagón de
tren, algo que hoy en día sería equiparable a viajar en un avión
privado. Es decir, que su marido de entonces (después vinieron dos
más) no hizo sino ayudar a que el talento de su esposa se abriera
paso por Europa.
Pero más allá de la música de
Raquel Meller, más allá de la artista, estaba la mujer que
desprendía carácter por los cuatro costados. Dicen que una noche,
Gómez Carrillo, amigo de las borracheras estaba con unos amigos
cuando apareció su esposa. !Dame 500 francos!, le gritaba el
escritor. Y tras varios gritos, Meller decidió soltar el percal. Eso
sí, el billete estaba lleno de insultos y de reprimendas. Poco
tiempo después, repito que el matrimonio duró apenas tres años,
Raquel Meller pidió el divorcio. Se marchó y de nada sirvieron las
súplicas. Así que Gómez Carrillo, creyéndose también dueño del
talento de su esposa, comenzó su periplo por las camas de las
cantantes de la época, a las que prometió el mismo éxito que su
Raquel había cosechado en los Teatos más importantes de la capital
de Senna.
Por
su parte, con aquel desplante matrimonial Raquel Meller no hizo sino
ponerse en su sitio. Igual que había hecho anteriormente con Charles
Chaplin, admirador de la belleza de la cantante española y de su
carácter interpretativo. Lo que Chaplin le propuso a Raquel Meller
fue participar en la que sería una de sus películas más
importantes, Napoleón, que el artista quería rodar en 1926. El
papel ofrecido no se andaba con chiquitas: Chaplin había reservado
el papel de Josefina para la cupletista española. Sin embargo ésta
rechazó la oferta alegando que estaba ocupada. Su aventura en el
cine había comenzado tres años antes, en 1923, cuando rodó
Violetas
imperiales. El
año en que Raquel Meller dió calabazas a Chaplin cambió a Josefina
por Carmen (1926), aún en cine mudo, y decidió realizar su gran
gira estadounidense cultivando numerosos éxitos en el Metropolitan
de Nueva York, en Filadelfia, Chicago, Boston o Los Ángeles.
Pero
el de Chaplin no fue el únido desdén de Raquel Meller. Algunos años
antes de que II República
obligara al rey Alfonso XIII a exiliarse, el monarca, gran admirador
del belleza de la maña, la invitó a actuar en palacio. ¿Un pase
privado? Se dijo en voz alta la Meller. La respuesta fue rotunda:
"Hay el mismo trecho desde mi teatro al palacio que desde el
palacio al teatro. Si quiere verme que venga”. Y
es que para una mujer sabedora de su belleza y talento, una mujer con
voz propia y carácter dueña de su vida y control, ni un
intelectual, ni el cineasta más importante de la época, ni siquiera
un rey podían ponerse en su camino"
Artículo publicado en Yamelosé!
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