Vuelvo a escribir en el blog tras un buen tiempo de parón y lo hago precisamente en la jornada de reflexión para no hablar de política. O por lo menos de política aplicada. Es cierto, yo nunca hablo de política, pero hoy por primera vez lo voy a hacer. Voy a hablar de la política epistolar amorosa. ¿Por qué y a quién escribir una carta? ¿Dónde? ¿Cómo? ¿Alcohol para inspirarte? ¿Papel reciclado? ¿Bolígrafo rojo? ¿Qué sentido tiene escribir una carta en los tiempos de Facebook y Twitter? ¿Por qué buscar un sobre en un buzón cuando un simple ring puede avisarte que un e-mail está listo para comer en tu bandeja de entrada? ¿Por qué? O mejor, ¿ por qué no?
Reconozco que empecé a leer las Cartas a Emma Bowlcut bajo la estela de Bill Callahan y suponiendo, por supuesto, que se trataba de cartas en papel de las que se envían y se tocan y no son de propaganda política. Escuché un par de canciones de Smog y me dije: "Esto tiene que ser genial. Literatura en Lo-Fi. Letras un poco contaminadas, sin corrector ni cortapega" Y eso que lo de las cartas no me va demasiado y no congratulo del todo con los funcionarios de correos. Tampoco me gusta el boxeo. Aún así, decidí leerlo sólo con soplar los primeros párrafos: escribir una novela como ésta debe de ser la única reacción posible cuando ves a alguien y todo se congela. Aunque no sepas su nombre, aunque no sepas de su vida. Te fijas en su pelo, o en su ausencia de pelo, o en unas manos demasiado grandes y arrugadas, o en unos ojos que son muy pequeños. Te lanzas a la aventura de escribir sin sujetarte en nada ni en nadie y quemas el papel y tinta. Las cartas empiezan a supurar de tus dedos. Es en ese momento cuando surge la poesía de lo cotidiano, las parábolas escarlata causadas por el vino que sirven para dibujar el 50% de la historia. Bebes y observas. Observas y escribes. Bebes mientras escribes. Y sin beber también escribes. Y lo que escribes va de lo que has comido, o de lo que has visto por la ventana, o de lo que crees que puede hacer tu vecino. Nada extraordinario convertido en extrañamente bello dándole las palabras adecuadas.
Ojalá Bill Callahan no fuera sólo el poeta y fuera también el protagonista de esta historia. Sabemos poco de él (quiero decir, del protagonista, que nos es Bill Callahan). Sabemos poco de ella (Emma Bowlcut, un nombre inventado). No sabemos nada de nada y aún así sabemos que hay amor. No sabemos si Emma Bowlcut le gustan las veladas de boxeo, aunque sabemos que, en una ocasión, comentó algo sobre la teoría de que los sonidos que nos envuelven dan forma a nuestras cabezas. Desde entonces miro, entre la pena y el desprecio, a aquellos que escuchan música con auriculares por la calle. Van a acabar con la cabeza llena de socavones de bajo y contrabajo, con bultos de batería. Cabezas irregulares. Que envidia. Seguimos leyendo, pese a este curioso dato de las cabezas, sin saber nada, ni siquiera dónde está la realidad, dónde la ficción, dónde las cartas imaginarias (si las hay) y dónde las reales (si las hay). Pero lo cierto es que hay poesía en forma de narración. Y besos en forma de narración. Y peinados narrados. Cuando alguien comentó en la red que Cartas a Emma Bowlcut era un libro "para enamorarse a propósito" no le faltaba razón. Y eso sirve para todos. Para los amores de verdad y para los amores imaginarios. Y por si alguien se lo pregunta, sí. Posiblemente este libro contenga las mejores letras de Callahan. ¿Novela experimental? Puede que también.
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