Miscelánea: El bohemio, la bebedora y las memorias del amnésico


La lectura del libro "Memorias de un amnésico", algo así como una recopilación de fragmentos inclasificables que llevan la firma de Erik Satie,  no ha hecho sino aumentar la fascinación que siento sobre este personaje. Extravagente, maniático, fuera de cualquier canon o departamento estanco, Satie es uno de los artistas más controvertidos pero también más completos de entresiglos. Nunca visitó España,  porque prácticamente nunca abandonó París, pero fue aquí, y concretamente en el diario La Vanguardia, donde por primera vez se hizo alusión a él como un "músico compositor con asomos de poeta". Razón no les faltaba. La poesía, al igual que otras artes, se diluían por su mente aparentemente desordenada creando formas que después vomitaba de forma indescriptible. Espero, en un futuro, poder analizar de forma más concreta este libro que resultó una sorpresa para mi por lo que descubre tanto del genio como del hombre. Pero ahora me centraré en su biografía, sobre la que ya he escrito algunos apuntes en alguna ocasión en otras plataformas. Y concretamente, en un aspecto muy concreto de su biografía: el amor, que pasó por su vida como un leve suspiro. 


Poco dado a los dispendios y vicios más terrenales (sin contar el vino) para Satie la vida fue un cúmulo de ideas que se hacían y se deshacían formando otras ideas nuevas y así continuamente. Al Satie hombre sólo se le conoce una relación íntima, la que mantuvo durante algo más de medio año con la pintora francesa Suzanne Valadon, quién además había posado como modelo para algunos grandes artistas como Degas, Touluse Lautrec o Renoir. No hay demasiada documentación sobre esta relación aunque se sabe que Satie perdió la cabeza por esta mujer de rasgos y carácter duro. Además, la inspiración que ambos se produjeron ha dejado testigos claros de su existencia: un retrato que ella le hizo y después le regaló (imagen principal) y dos piezas que él le dedicó a ella: "Bonjour, Biqui, bonjour!"compuesta por Satie como regalo de Pascua para Suzanne Valadon el 2 de abril de 1893, y "Vexations", una pieza hermética y un tanto lúgubre con la que Erik Satie intenta reflejar del dolor que siente tras el abandono de su musa y amante. Ambas partituras, creadas para expresar tan dispares sentimientos, aparecieron juntas en la habitación de Acueil donde el compositor murió el 1 de julio de 1925. Allí también se encontraron muchos manuscritos y retazos de papel garabateados que hoy componen esta edición de notas de Erik Satie publicada bajo el nombre "Memorias de un amnésico".

La historia de Erik Satie y Suzanne Valadon me sirvió como eje para escribir "El bohemio y la bebedora", un relato que envié a un concurso hace algún tiempo. Evidentemente, no ganó. Pero ahora me "lanzo" a compartirlo con vosotros. 

Touluse Lautrec se inspiró en Suzanne Valadon en su cuadro "La bebedora"

EL BOHEMIO Y LA BEBEDORA

Durante algunos meses, en esas reuniones de amigos que ninguno de los dos puede eludir y que se prolongan durante horas entre discusiones, odas, risas y absenta, esquivan sus miradas. Al principio algo parecido a la tensión inunda el ambiente porque nadie entiende qué ha pasado entre el artista y su musa. Todos piensan que lo suyo era una simbiosis perfecta, la combinación entre música y pintura,   y que incluso el intercambio de papeles que una vez acometieron era asombrosamente fructífero (el intercambio de aquel día en que él se atrevió a posar ante la otrora modelo, ahora dueña de sus propios pinceles,  nació un retrato fantástico del músico). Por eso nadie entiende que se hayan alejado tanto en tan poco tiempo y que una sola referencia al otro les sonroje las mejillas por fuera y les haga bombear rápido por dentro, alegrándose más que nunca los dos de que sus corazones estén protegidos por una coraza de tejidos y huesos y así no puedan escabullirse de la sala. Tras las preguntas iniciales y las miradas inquisitorias de los demás,   pasan los minutos, y después las horas, y la gente bebe y se lanza a otros menesteres, y ellos se sitúan uno a cada lado de la habitación y en conversaciones opuestas que les transportan a universos paralelos y distantes entre sí. 

Más allá de sus amigos comunes,  ambos siguen frecuentando el mismo lugar que vio fraguarse su encuentro furtivo. En esas ocasiones en que la sombra del otro se dibuja de repente tras la barra o se superpone a la silueta de alguna cabaretera,  fingen no verse. Él se oculta detrás de unas pequeñas gafas redondas que hacen que su mirada parezca diminuta, y ella le mira con la óptica que le ofrece el culo de su copa, convertido para la ocasión en una lente de aumento que confirma que Erik tiene cada vez más pelos en la barba y menos en la cabeza.  Aunque se espíen a escondidas en público y en privado, ambos desean que sus miradas no se encuentren nunca porque el peso de lo que conocen del otro haría que fueran incapaces de sostenerse. La fuerza de su miedo es tal que la simple evocación de los recuerdos hace que les tambaleen las piernas: él se pone en el lugar de la chica extremadamente complaciente entre las sábanas y teme quedarse perdido entre sus caderas, y ella asume las lágrimas del joven ridículamente enamorado y rechazado y se asusta al sentirse débil. 

El bohemio y la bebedora apenas recuerdan lo que pasó con la Luna como testigo. La culpa del desencuentro, por lo tanto, debe de detenerla el Sol, que se empeñó en teñir de vergüenza por el otro aquel amanecer de marzo. Él, que en aquel momento fue menos dueño de sus palabras de lo que jamás había sido, le pidió matrimonio apenas habían abierto los ojos. Una noche juntos y algunas conversaciones fueron suficiente para que las palabras de compromiso salieran de su boca con voluntad propia,  enredándose con la misma facilidad con la que él era capaz de rellenar de vacíos, corcheas, silencios, muebles o frutas un cuaderno de pentagramas. Suzanne, por su parte, sintió con la ceguera de la luz matutina una culpa que le invadía por las mentiras nacidas de su garganta durante la noche y por las falsas promesas, pinceladas grises sobre una partitura,  que sólo tenían como objetivo curar una pasión pasajera y que habían arrastrado a su paso la inocencia de su amigo. En su parte más práctica, en la que dictaba la razón, una chica con el pelo de fuego como ella jamás compartiría algo más que el lecho con un hombre solitario que coleccionaba paraguas y sombreros hongos en un pequeño apartamento de las afueras de París.

Cuando Erik Satie y Suzanne Valadon pusieron en el lugar del otro, no pudieron sentir otra cosa que no fuera vergüenza ajena. Eso es lo único que puede explicar que nunca volvieran a estar juntos, que ella  no volviera a inspirar ninguna de sus composiciones y que él no volviera a querer a otra mujer. 


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